El ser de peluche jugaba en la vereda, mientras el sol lo calaba con sus rayos desde el cénit. Una mujer esperaba que se cansara y se metiera de nuevo en su carrito de plástico. El “niño” cabía en las palmas de las manos, era un pompón suave y sonriente. Nada que envidiar a los perros caniches toy. Sus ojos, dos bolas de cristal azul con pequeñas estrellas, siempre le comunicaban a su madre humana lo mucho que la quería, lo mucho que la admiraba.
Cuando se cansó, el pequeño se metió en el carrito y, acto seguido, la dama comenzó a trasladarlo por la calle. La mala suerte los acompañaba, pues el suelo era accidentado. A cada paso que daba, sin querer, la mujer se tropezaba y el carrito saltaba. Cuando eso pasaba, el peluche botaba por los aires y volvía a caer allí dentro. Ella abría grandes los ojos, repetía “¡Ay, no!” y sujetaba el mango del carrito de tal manera, que sus manos parecían gruesos nudos de cuerda a su alrededor. Se esforzaba de sobremanera para que no le pasara nada, intentaba protegerlo, pero no podía. Y a cada golpe, el pelaje del “niño” se iba cayendo. Cuando no le quedó nada, primero, se cubrió de plumas; luego, estas desaparecieron y dieron lugar a un recubrimiento de escamas.
Para cuando llegaron a destino, el ser de peluche ya se había convertido en una suerte de bicho acorazado con placas óseas. Lo único que mantuvo durante el trayecto y que preservó hasta el final fueron sus ojos de cristal. Ellos nunca se desviaron de su madre, pero cambiaron su admiración hacia ella por una terrible angustia y dolor.