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Periociudad (II): “Debemos averiguar los orígenes para no dar todo por sentado”

En una gran sala, se oían cientos de dedos pulsando teclas de computadoras. El sonido se unía al ruido de las pisadas apresuradas de todos los días. Ahí estaba Rebeca, armando notas para las cuales iba adaptando los textos que tenía en la carpeta digital del día. Era lunes y se cumplía la primera semana que la muchacha, de 20 años, trabajaba en Periociudad, el único medio de la ciudad. Cuando necesitaba recurrir a sinónimos, lo hacía desde el diccionario que siempre llevaba en su mochila dorada. Varios colegas la habían observado extrañados por eso: ¿por qué no usaba el internet? También les llamaba la atención el hecho de que cada vez que realizaba entrevistas, ella, además de su grabadora, llevara un viejo cuaderno de hojas onduladas donde efectuaba breves anotaciones. “Una mujer tan joven perdiendo el tiempo así”, se decían.

De repente, entró a la sala de redacción una mujer de unos 50 años, alta, de cabellos de cobre. Era Valeria, la jefa, quien al encontrar con sus pequeños ojos verdes a Rebeca, bastante más baja, le dijo:

—Voy a necesitar que para la otra semana hagas una historia de vida sobre una persona que sea importante para una institución, una comunidad; que aporte a la sociedad de alguna forma, que la influencie. Esta vez, es la única condición que necesito que cumplas. Podés elegir la temática, ya que en esta oportunidad hay más libertad. No tenemos publicidad en el suplemento, así que va a haber mucho espacio.

Valeria se refería al suplemento Periociudad Cultural, que se publicaba cada domingo con el periódico y para el que la tarea de Rebeca era realizar entrevistas, crónicas o historias de vida. Además, la joven castaña redactaba para el diario. Cuando la superior retornó a su oficina, lo primero que hizo Rebeca fue acercarse a sus compañeros.

—Disculpen. ¿El suplemento de la semana que viene va a ser sobre una temática específica o se puede elegir el tema?

—Se puede elegir. ¿No te lo acaba de decir Valeria? —interrogó una mujer de cabellos rubios y cortos.

La pregunta le trajo a la memoria a Rebeca lo sucedido el sábado, cuando la jefa le reprobó la nota del suplemento porque se trataba de la filatelia y no del rubro textil “como te dije claramente”. Lo que la jefa olvidó era que, en un principio, ella le había dicho a la muchacha que podía elegir el tema.

—¡Hola, Rebeca! —se oyó del otro lado del teléfono celular la voz gruesa de Miguel, un filatelista de 30 años al que la joven había entrevistado para el número anterior del suplemento.

—¿Cómo está, Miguel? Le llamo para pedirle un favor, si no es molestia —la periodista se encontraba sentada en su cubículo, frente a la computadora encendida y presta a anotar en su antiguo cuaderno la información que el aludido le proveyera.

—¡Cómo no! Si gracias a la nota que hiciste en el suplemento tengo dos alumnos nuevos en el taller de filatelia.

—Me he enterado, sí. ¡Me alegro mucho! Justamente, lo llamo para preguntarle si conoce a alguna persona que realice actividades sociales que influencien a los demás o que cumpla algún papel importante en un grupo, barrio, algo así. La idea es realizarle una entrevista para Periociudad Cultural.

—¡Ja, ja! ¡Pero claro! Beatriz, mi alumna, empezó a ir hace poco a un club de abuelos donde todos, sin importar si abonan dinero o no, pueden socializar y recibir diferentes servicios y atenciones. Ella conoce a Adelaida, una mujer mayor que se encarga de la presidencia del club y también es su fundadora.

—¡El famoso club de abuelos!

—La ciudad no sería tal sin ese lugar, parece ser que siempre estuvo aquí.

—Seguramente, tiene su historia, sus inicios.

—¿Necesitás ayuda para conseguir una fuente? —le preguntó Omar, un colega que había escuchado la conversación entre Rebeca y Miguel. Tenía cerca de 30 años y había recibido la altura y la coloración de su madre, Valeria.

—Hola. Justo estaba en eso, creo que ya lo tengo solucionado. Se lo agradezco, de todas maneras.

—Te quería pedir disculpas por lo que pasó, no te avisé que el semanario del domingo pasado sería sobre el rubro textil, la verdad es que se me pasó. Hay tanto por hacer acá que me olvidé. —Cuando expresó esto, Rebeca rememoró lo dicho por otro colega: Omar acostumbraba pasar su trabajo a los demás y prefería recorrer todo el edificio para supervisar a los empleados con tal de no escribir. —Pero me comentó Valeria que tuvo una gran repercusión la nota que hiciste sobre la filatelia.

—No se disculpe. Está todo bien.

—Pero quiero rescatarme y decirte que conozco a alguien a quien podés entrevistar para el suplemento. Se llama Joaquín y se encarga del manejo de las ferias de artesanías de la ciudad. Mirá, acá tengo los datos —le ofreció un pequeño papel que Rebeca observó durante cinco segundos y luego tomó.

—¡Gracias! Lo voy a guardar y tener en cuenta para próximos suplementos.

Rebeca se contactó con Beatriz para obtener información con la cual contextualizar la entrevista y la historia de vida. También se apoyó de algunas notas periodísticas y sitios que halló de otros medios en internet sobre el barrio y el club de abuelos que en realidad no era tal sino un centro de jubilados y pensionados. Primeramente, se dirigió allí junto con la fotógrafa de Periociudad y de Beatriz, quien le presentaría a Adelaida.

—Me dijo que esperen un momento, ya les atiende. Bueno, yo me tengo que ir a hacer unas cosas, espero que les salga muy bien el trabajo —se despidió Beatriz, dándoles a ambas muchachas un beso en cada mejilla.

—¡Gracias! ¡Hasta pronto! —Rebeca le sonrió y la miró alejarse. Luego, observó el lugar. Apreció adultos mayores riendo en grupos pequeños y hablando sobre las noticias, cuestiones vinculadas con problemas en el barrio. Recorrió el patio delantero del lugar y notó carteles con horarios de talleres de yoga, de manualidades, de alfabetización. Sus grandes ojos marrones se detuvieron en un comedor enorme y luego descubrieron un salón de usos múltiples donde un cartel indicaba que, una vez por semana, los vecinos podían visitar y conocer la historia de su barrio, de los primeros habitantes, de las costumbres de antes y de ahora. Es que allí había una biblioteca, una hemeroteca y un archivo de documentaciones, películas y fotografías que explicaban cómo se hacían las actividades laborales en el pasado y se las comparaba con la época actual.

Al día siguiente, Rebeca y la fotógrafa se dirigieron a la casa de Adelaida, donde esta las citó para la entrevista, puesto que a la periodista le era imposible hacerle preguntas durante su actividad en el centro de jubilados en medio de tanta gente. Cuando arribaron al sitio, Adelaida las recibió con los brazos abiertos. Ella era una adulta mayor de cabellos enrulados y cortos, que invitó a las jóvenes a sentarse mientras ella se movilizaba por toda la casa, hacía comentarios sobre cómo está la sociedad y reía a carcajadas.

—Yo fui una de las primeras vecinas en llegar a este barrio, allá, por los años ‘60 más o menos. Había pocas casas y todas las calles eran de tierra. Las casas tampoco eran como ahora, por supuesto. Yo vine acá con mi marido, que en paz descanse.

—¿En qué momento se decidió a armar el centro de jubilados? —Rebeca había colocado la grabadora en la mesita de la sala, a pesar de lo cual trazaba palabras clave en su cuaderno enmohecido, pues no quería dejar de mirar a la entrevistada.

—Lo hicimos entre varios miembros de la comisión directiva. Ellos son todos del barrio, la mayoría somos mujeres. Y bueno, después de que nos jubilamos (yo, de maestra) nos dimos cuenta de que necesitábamos un espacio físico para eso porque no contábamos con un lugar para hacer las actividades que se realizan en un lugar así. Nosotros, por ejemplo, jugábamos a los rompecabezas, hacíamos ejercicios, yoga, organizábamos viajes para ir todos juntos porque había gente que siempre estaba sola, que los familiares no les prestaban atención, no los visitaban… También necesitábamos contar con servicios que no son fáciles de conseguir para los adultos mayores, como cursos de oficios, realización de trámites, asesoramientos de, por ejemplo, cuestiones legales. Así que un día nos reunimos y dijimos: “¿Por qué no ponemos un centro de jubilados?”.

—¿Cómo fue el proceso, el recorrido que siguieron?

—¡Hicimos muchas cosas! Una vez que nos decidimos, fuimos a hablar con el consorcio y ahí nos dijeron que estaba disponible el salón de usos múltiples del barrio, nosotros ni sabíamos que existía, no se usaba. Luego tuvimos que encargarnos de la parte legal, de constituir la comisión directiva, y te digo que esos trámites fueron los únicos obstáculos porque todo el mundo se entusiasmó con la idea. Todos nos ayudaron como pudieron porque acá no había nada y, para muchos, no es fácil salir de acá. Yo sí, estoy acostumbrada a andar por todos lados y eso fue lo que más me gustó de este viaje como le digo yo, porque todo el tiempo me mantuve ocupada, en movimiento. Yo trato de no dejarme estar. Porque lo que pasa cuando uno se jubila es que de golpe deja de lado su rutina, tiene demasiado tiempo libre y no sabe qué hacer. Muchos se deprimen. Yo, por ejemplo, todos los días voy al centro y además de ser presidenta, doy cursos de alfabetización, de mecanografía, y también participo en algunas clases de ahí como alumna.

—¿Qué problemáticas le acercan los adultos mayores que asisten al centro?

—Uf, muchas. Como te dije antes, hay gente que está sola, sus familiares los han abandonado por así decirlo, no los visitan. Entonces ellos, en el centro, encuentran contención, compañía. Hay gente que es maltratada, tuvimos que intervenir varias veces en casos así. Y, sobre todo, hay muchos casos de discriminación por edad. De falta de paciencia para con nosotros. Yo me puedo arreglar, pero no pasa lo mismo con todos. Todos somos distintos, tuvimos distintas vidas y llegamos de forma diferente a la vejez. Entonces, algunos que trabajaron mucho no tienen la misma salud que alguien que realizó otras actividades que no requieren de sobreesfuerzo físico.

“Y vienen por distintos motivos. Sobre todo, la mayoría tiene mucho tiempo libre y necesita socializar; quieren aprender cosas nuevas, realizar actividades que no pudieron hacer de jóvenes por diferentes motivos, así. Lo bueno de este centro es que en otros, de lugares más lejanos, solo pueden asistir quienes pagan o pertenecen a determinadas obras sociales. Pero acá nosotros aceptamos a todos, siempre y cuando puedan aportar con el centro de alguna forma. No hace falta que sea con dinero, digo esto porque somos autosustentables.

—Entiendo. Usted me habló de discriminación por edad. ¿Cómo es esa discriminación?

—Bueno, históricamente, siempre hubo discriminación hacia los adultos mayores. Inclusive lo internalizamos nosotros mismos, así nos criamos. Quizá podrías hablar con el gerontólogo que nos asesora en el centro y con la psicóloga que te van a dar su punto de vista profesional. Pero yo te puedo decir que a mí no me gusta que me digan abuela, porque no soy abuela. No tengo nietos. Todo el mundo dice abuelos a los adultos mayores, es como si yo dijera mamá a cuanto hombre y mujer que se me cruzara. Después, otra discriminación es creer que un adulto mayor no puede hacer nada, que se olvida de todo, que no entiende nada, que es muy frágil, que es ley que se muera antes que los demás.

Antes de que Rebeca y la fotógrafa se fueran,  Adelaida les comentó como al pasar que cerca de su casa vivía una muchacha como ellas, una estudiante de periodismo.

—Se llama Graciela. Ella está haciendo un trabajo sobre el Isondú, no sé si lo conocés.

—No, no lo conozco pero lo voy a averiguar.

—Es una leyenda de esta provincia, es un hombre luciérnaga. Que está escondido, viviendo en el bosque de este barrio. Ella dice que habla con él. Pero si después querés te cuento mejor, querida.

— “Debemos averiguar los orígenes para no dar todo por sentado” — Omar leyó en voz alta el título de la historia de vida que realizó Rebeca y que se publicó en la edición del día anterior. Había puesto el periódico sobre el escritorio, cerca de la computadora en la que trabajaba Rebeca. —¿Y qué pasó con Joaquín, el encargado de las ferias de la ciudad? Justamente, yo le había hablado de vos para que ya supiera y estuviera atento a tu llamada.

Los domingos, Rebeca tenía franco. Por ello, Omar no pudo plantearle el problema en el momento preciso, así que esperó hasta el lunes para hacerlo.

—Usted me había dicho que era una sugerencia. Valeria me hizo saber que esta vez el tema quedaba a elección. De hecho, por eso está publicado el texto.

Rebeca rememoró que el sábado, la jefa de redacción había leído la entrevista antes de su maquetación y comentó:

—¡Al fin sabemos cuál es la historia de ese lugar! Voy a pedir a mis conocidos que colaboren con los adultos mayores.

—No me trates de usted. No soy un abuelo. Apenas debo tener 10 años más que vos. ¿Qué pasó con Joaquín? —Omar alzó la voz, llamando la atención de los demás periodistas, quienes miraban de reojo mientras tecleaban en sus computadoras.

—Antes de hacer la entrevista, releí publicaciones anteriores de Periociudad para informarme mejor sobre él. Debido a que no hallé mucho salvo por cuatro notas breves, hablé con algunos periodistas sobre el señor. Inclusive le pregunté a Valeria. Todos pusieron el grito en el cielo cuando les mencioné el nombre. Me comentaron que no es grato en este medio por diferencias de opiniones con la directora general de aquí —contestó Rebeca.

El rostro de Omar se tornó escarlata, de modo que la piel resaltó sus asombrados ojos claros. Las cejas de cobre se pusieron en v y apartó la mirada de Rebeca. Así, dejó el diario sobre el escritorio y salió de la redacción dando trancadas.

—¡Rebeca! ¡Le dejaste sin palabras!  —dijo un colega que se sentaba al lado de la muchacha. —¿Sabés lo que le pasa? A él no le gusta la gente más joven que él (sos la menor de todos acá) y que trabaja tanto porque Valeria sí admira a la gente así. En cambio, Omar solo la decepciona. Por eso él no acepta que vos seas más laboriosa que él, ya que es un mediocre y tu presencia le obliga a competir. Es un envidioso. Me parece que te tiene entre ceja y ceja. Lamento decirte esto pero yo lo conozco y creo que no le caés bien. Y a la gente que no le cae bien él le pone palos en la rueda.

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