
Ella caminaba por la ciudad una mañana templada de otoño. El panorama era gris debido a las nubes y al cemento de la urbe. Un viento que parecía ser una mezcla de aire húmedo y frío, como si se estuviera andando en aguas eólicas. La explicación era que llegaba a la ciudad desde el río, varias cuadras más abajo. Era domingo, su día de franco, y Rebeca aprovechó para comprar ropa. Ya había conseguido un trabajo unas semanas atrás y no tenía tanto repertorio, así que era hora de ampliarlo. Muchos compañeros la miraban con cejas levantadas. Ella asumía que era por su atuendo de colores y su cabello semilargo con algunos pelillos parados en su coronilla. “Por no ser como todos ellos”, agregó interiormente.
El lugar elegido fue el llamado “Mercado Modelo”, conocido en toda la metrópolis por sus precios bajos y variedad de productos que, en su mayoría, venían desde dos países limítrofes. También lo caracterizaba su estructura, con pasillos en los que se entrechocaban las mercaderías de los locales. Se podía encontrar calzados, ropas, teléfonos celulares, bazar, librería, santería, ferretería, joyería, alimentos, hierbas… Y los vendedores eran tanto jóvenes como más adultos.
Ya que contaba con tiempo libre y no quería pasarlo en su casa, antes, la joven de 20 años recorrió el lugar, conformado por pequeños negocios, pasillos y recovecos donde los vendedores decían a los clientes: “Pase, señor/a”, “¿Qué busca, querido/a?”. A muchos les irritaba, pero a ella no le importaba nada oír eso en cada local por el que pasaba.
Se decidió por uno en particular. Estaba mirando todo, a punto de elegir lo que se probaría, cuando la vendedora Sandra, una mujer de unos 40 años, cabellos negros intercalados con canas, comenzó a hablarle y a preguntarle cosas sobre su persona para empatizar y porque le cayó bien esa joven, sobre todo por sus ojos desmesurados y amarronados, que transmitían amabilidad y humildad. Fue entonces que Rebeca le comentó que trabajaba en Periociudad realizando notas y también escribía crónicas e historias de vida en el suplemento Periociudad Cultural, del mismo medio.
—¿Periociudad? ¿El único de la ciudad? —Sandra le preguntó desde afuera del vestidor donde Rebeca se probaba unas blusas.
—Así es. De hecho, vine acá también porque este lugar es muy tradicional, es una gran parte de la historia de esta ciudad y me gustaría escribir sobre eso para publicarlo la próxima semana en el suplemento. Así que es probable que me vea un poco más de seguido estos días.
—Me parece bien. Adelante con el tema, ¿tenés con quién hablar? —dijo Valeria a Rebeca al día siguiente. Se trataba de su jefa, quien contaba con 50 años pero a media distancia se la veía bastante más jovial que a la muchacha, a quien observaba con sus ojos verdes y casi rasgados. Ambas se encontraban en la oficina de la primera, en Periociudad.
—Todavía… —Rebeca fue interrumpida por Omar, quien entró al lugar. Él tenía los tonos y la altura de Valeria, incluidas las hebras cobrizas de pelo. Era su hijo, de 30 años.
Miró a la muchacha durante cinco segundos y sonrió por un instante fugaz, hasta que Valeria le dijo:
—¿Qué es lo que pasa? Estamos hablando del suplemento.
—Sí, eso. Hay una mujer que quiere hablar con vos, Rebeca. Dice que es sobre el Mercado Modelo.
“Rebeca ya está haciendo esa mueca otra vez. La sonrisa de robot. Si le gusta tanto trabajar, le voy a dejar bastante trabajo esta semana”, pensó el mozo. El joven era conocido por todos los subalternos en la empresa por delegar sus deberes a otros periodistas y, últimamente, la elegida era Rebeca. Ellos le habían comentado que Omar tenía aversión hacia la gente laboriosa y estudiosa, a quien buscaba fastidiar. En principio, este se esforzó porque ella pensara que los quehaceres eran arduos, lo cual la llevaría a renunciar. Pero tras notar que podía sumarle tareas, incluyendo las suyas, sin que ella externalizara signos de fastidio, optó por aprovechar esa capacidad a su favor.
—Valeria, ella es una de las personas a quienes voy a entrevistar —comentó la joven, bajo la atención de los cuatro ojos de limón.
—Muy bien. Ya que está Omar acá, te doy la novedad de que a partir de hoy, se va a encargar de guiarte en el trabajo —informó la jefa y luego, dirigió la vista al aludido. —Él me expresó su deseo de supervisar tu trabajo hasta que logres la completa adaptación a la empresa, cosa que me hace sentir muy orgullosa porque nunca había mostrado interés en acompañar el trayecto de un empleado nuevo —volvió a mirar a Rebeca. —Y vos lograste eso, así que los felicito y ahora empiecen a trabajar juntos, espero que formen un gran equipo.
Los ojos marrones de la joven periodista estaban más dilatados de lo normal, pero procuró no desvanecer la simpatía de su rostro. Giró la cabeza hacia Omar, que abría la puerta de la oficina para irse. No logró verle el rostro, pero detectó el rubor en su cuello y oreja derecha.
—No hagas esperar tanto a la mujer —le oyó decir, con palabras atropelladas.
Rebeca invitó a Sandra a la sala de redacción, donde le preguntó el motivo de la visita.
—Es nuestro mercado. Quieren demolerlo. Y el problema no es tanto por lo económico. Si bien somos más de 300 vendedores allí y con nuestras respectivas familias, nos darán distintos puestos de trabajo en la zona céntrica de la ciudad, pero nosotros no queremos eso. Muchos recibimos los puestos de parte de nuestros padres. Y algunos ya empezaron a legarlos a sus hijos. ¿Qué haremos, querida? Es un mercado muy importante, tiene su historia, tal como lo dijiste ayer.
“Preocupación por los hijos”, resonó en la mente de Rebeca. Luego, preguntó:
—¿Les dieron el motivo por el cual decidieron demolerlo?
—Que quieren promover el turismo y convertir el lugar en un centro comercial “como corresponde”. ¡Ja! Turistas es lo que menos nos falta, por suerte, si lo primero que hacen cuando llegan a la ciudad es pasear en el Mercado. En fin. En materia económica, creo que ganaríamos todos. Lo que perderíamos sería nuestra autonomía porque pasaríamos a depender de los empleadores en el centro. El resto de la sociedad también perdería parte de su historia. Ni te digo nuestras familias: van a quedarse sin herencia, esa que tanto ha costado a nuestros antepasados.
Rebeca le pidió que le contara sobre su historia de vida y se dio cuenta de la estrecha relación que tenía con el mercado. La mujer le habló de la madre que había llegado desde un país lindante junto con su marido y los hijos. Todos comenzaron a vender en el protomercado que, al principio, era solo un espacio a cielo abierto. Los entonces niños tenían la costumbre de ir después de clases. El padre los buscaba y los llevaba. A veces, ellos jugaban entre los demás vendedores. A veces, también ayudaban. Luego, los trabajadores lograron que se levantaran muros y techos al darse cuenta la comuna que atraían a turistas de los dos países vecinos. Los padres de Sandra se jubilaron y le entregaron el puesto, dado que sus hermanos no siguieron el camino. En el presente, a su hija le gustaba tanto la venta como a ella, al punto de que trabajó un tiempo allí y luego se decidió por estudiar Marketing.
Apenas despidió a Sandra con la promesa de retornar al Mercado Modelo a la brevedad para continuar con las observaciones y las entrevistas a otros vendedores, Rebeca contempló el suelo por cinco segundos. “Padres que se enorgullecen de sus hijos. Legado familiar”, reiteró la periodista mentalmente.
Cuando se dio cuenta, estaba sentada frente a la computadora en la sala de redacción. Había recibido en la casilla de correo general de la empresa cerca de diez gacetillas de prensa de la cuenta de Omar, con un mensaje que decía: “Rebeca, reescribílas todas para hoy, de ser posible. Si no te alcanza el tiempo, dejá las menos importantes para mañana. Dales el formato periodístico y enviámelas para chequearlas. No te olvides de escribir lo tuyo, además; y si querés, también me lo podés enviar para que lo vea. Así ves lo que escribo yo y viceversa. ¡Un gran trabajo en equipo!”.
En los sucesivos días, Rebeca se presentó nuevamente en el centro comercial y efectuó las observaciones. Había gente de edad, también algunos que otros jóvenes que deambulaban por allí. Todos subían y bajaban escaleras, varios respondían a los vendedores: “No, gracias. Estoy mirando, nomás”. No era raro que se chocaran en los pasillos ocupados por los puestos y los vendedores que no gustaban de quedarse detrás del mostrador. Estos, si no tenían un producto determinado, dirigían a los clientes a otros locales para cooperar con sus colegas.
Durante la realización del trabajo, Rebeca se dispuso a capturar fotos para, de paso, practicar lo aprendido en un curso que realizó hacía poco tiempo. El medio contaba con una fotógrafa, pero “ella no siempre está disponible y para eso lo hago yo. De seguro que Omar no lo va a tomar a bien, pero no le quedará más que aceptar, ya que somos un ‘equipo’. No debería decidir todo él”, caviló.
—Interesante el texto del informe que entregaste. Solo tenés que hacer unos cambios que marqué y te envié por correo, revisálos. Ah, y las imágenes van a servir, pero las vas a tener que editar, no van a publicarse así nomás como las tomaste —le informó Omar el sábado por la tarde.
Rebeca permaneció tres horas más de las debidas en el medio porque la edición la tuvo que concretar con programas informáticos que ella todavía no dominaba. Además, cada vez que seleccionaba las que irían con la nota, Omar le pedía deshacer los cambios o que editara otras imágenes. Cuando ella finalizaba la edición, él expresaba su disgusto. En todo ese tiempo, él iba y venía a controlarla. Al terminar, la chica se dio cuenta del tiempo y le manifestó que se había quedado sin transporte. Cuando pasó esto, él estaba de pie, apoyando su espalda en el margen del cubículo, a escasos centímetros de la muchacha, quien se hallaba sentada, de frente a su computadora, pero dirigiéndole la mirada.
—Bueno, pero pensé que sabías que a veces los horarios no son fijos —replicó el interpelado con los brazos cruzados mientras la observaba seriamente.
—Lo sé, pero me refiero a que no tengo forma de volver a casa ahora. Sábado de noche, imposible conseguir transporte, ni siquiera un taxi. Necesito uno de los móviles —explicó Rebeca, en referencia a los automóviles que la empresa empleaba para trasladar a los periodistas cuando hacían coberturas.
—No están disponibles. Ya se fueron los choferes. A esta hora, imagináte. ¿Vivís lejos? ¿No podés ir caminando a tu casa?
A Rebeca le empezó a doler el cuello. Dejó de mirarlo y se dispuso a recoger sus cosas. Tenía la vista borrosa y dolorida.
—No es tan cerca y la calle es peligrosa, pero iré caminando.
—Que te lleve alguno de los que también se quedan hasta tarde.
—¡Rebeca, todavía no te fuiste! —exclamó una periodista varios años mayor que Omar, haciendo que este se alejara bruscamente del cubículo. —Yo ya me voy, te acerco a tu casa en auto.
Rebeca agradeció la propuesta de la mujer y le pidió que le esperara un momento. Se dirigió al baño y cuando volvía a la sala de redacción para recoger su mochila dorada, desde el pasillo oyó un fragmento de conversación que se dio entre los pocos presentes.
—…Esta semana salió cada vez más tarde y hoy ya es el colmo. ¿Cómo puede aguantar tantas horas? ¿Y la familia, qué le dice? —rio uno de los colegas.
—No se queja, tampoco. Robot sin sentimientos. Un recurso valioso —contestó Omar, que todavía seguía en el lugar.
—En realidad es una joven con mucha voluntad y energía —ponderaron otras personas.
En eso estaba pensando sentada en su cama. “Familia”, retumbó en su cabeza. Miró una vez más su teléfono celular. Abrió la mensajería de una de sus redes sociales y releyó los dos textos que había enviado el domingo pasado por la noche a las cuentas de un hombre y de una mujer. Ambos andaban en la treintena. En sus fotos de perfil, miraban a las cámaras con los mismos ojos grandes que tenía ella e idénticas sonrisas “de robots. De máquinas sin sentimientos”, pensó.
—Mañana será una semana y todavía no contestaron. En todo caso, él aún no vio el mensaje, pero ella sí. Y no contestó —dijo, y dejó el móvil sobre la cama. Luego, apoyó los brazos en las rodillas y se inclinó hasta ubicar la cabeza sobre ellos. —Quizá fue un error haberles escrito. O quizá deba esperar, podrían estar muy ocupados como para perder el tiempo y hablar conmigo. Sí, eso debe ser. Mejor me olvido del asunto hasta que ellos me contesten —resolvió.
La moza continuó en esa posición unos minutos y acto seguido se enderezó.
—“Todo está bien en mi mundo”, diría la tía —citó y volvió a tomar el teléfono celular. Entre los contactos, buscó y marcó el número de Graciela, la amiga que hizo tras uno de los trabajos periodísticos que realizó en Periociudad.
—Hola, Graciela —la saludó. —Sé que es tarde. No es mi intención molestar, pero necesito hablar con alguien. No es nada periodístico. Es un… algo que tiene que ver con temas familiares.
Eran cerca de las cuatro de la mañana del domingo. Rebeca dormía hondamente en la semioscuridad. Estaba ubicada de costado. Tenía las cejas contraídas y el rostro hinchado, sobre todo los párpados, la nariz y la boca, que le habían quedado de color rojo. Un hilo de lágrima le caía desde el ojo derecho, se arrastraba sobre el puente de la nariz y se unía con el del ojo izquierdo para terminar en la almohada. Quejidos lánguidos y entrecortados resonaban en las paredes, seguidos por balbuceos de la palabra “abandono”.