
Érase una vez una adolescente que desde la infancia gustaba de coleccionar juguetes de moda y figuras de acción de sus personajes favoritos. Se llamaba Magali y provenía de una familia creyente. Debido a que era hija única y no tenía otros parientes coetáneos con quienes compartir su tiempo, los padres -quienes trabajaban todo el día- pensaban que eso se podía solucionar comprándole los juguetes que ella quería. Un día, ambos comenzaron a considerar que esta actitud hacia su hija era contraproducente cuando trataron de transmitirle el significado de la Navidad, para lo cual se propusieron no regalarle nada en esa fecha, y sus berrinches generaron enojos en los vecinos. Ese fue el único intento por hacerla cambiar, pues creían que no tenían tiempo para dedicarse a corregirla.
Ya cuando tuvo edad para hacerlo, Magali empezó a salir de compras sola. En esos momentos, no escatimaba en gastos. Todo lo que ella adquiría en numerosas excursiones a las tiendas, lo colocaba en su habitación, que era de grandes dimensiones.
Tal fue la cantidad de juguetes que llegó a acumular, que, un buen día, su enorme cuarto se quedó sin lugar. Así, no tuvo más alternativa que guardar muchas cosas en cajas debajo de su cama, en el piso y arriba del ropero. Sin embargo, la joven no estaba para nada contenta con que parte de su preciada colección estuviera desperdigada por ahí. En la casa había una tercera habitación en la cual los padres tenían una biblioteca, un propio espacio para reflexionar. Pues bien, Magali, viendo que ambos pasaban todo el día fuera del hogar, se preguntó: “¿Para qué querrán un lugar como este si ni siquiera tienen tiempo para leer?”. Y en los días siguientes, les insistió con que quitaran sus libros de allí para colocar las cosas de ella en su lugar.
Tras reiterados pedidos, acompañados por irritantes lloriqueos, los padres, cansados, decidieron cederle el espacio. Días después, el cuarto de dormir de ambos estaba lleno de cajas apiladas de libros. En un rincón, reposaba desarmado uno de los antiguos estantes que los sostenían. El otro mueble, debido al escaso lugar, fue a parar al lavadero y allí, la luz del sol y la humedad lo arruinaron. Asimismo, la chica se negaba a guardar en su cuarto de dormir otras cajas de libros, a pesar de que allí había lugar de sobra para eso.
A medida que iba creciendo, Magali, quien mantenía el hábito de coleccionar juguetes, se percataba de que algo le faltaba. Primero, pensaba que era seguir comprando esos objetos. Cuando iba a las tiendas, su alegría volvía: cada novedad era llamativa y debía tener su lugar en alguno de los estantes del cuarto de colecciones de su casa. Pero la dicha se apagaba al realizar la compra. Hasta que, en una oportunidad, se tuvo que admitir a sí misma que eso ya no le bastaba para ser feliz. De hecho, se sentía incómoda en dicho cuarto, algo no le terminaba de cerrar. Sus pensamientos se volvieron tan angustiantes, que pidió al Cielo una respuesta, algo muy raro en ella. Entonces, una noche, estando en su habitación de dormir, algo procedente del televisor captó su atención.
Se dirigió hacia la sala de estar, donde se encontraban sus recién llegados padres viendo el noticiero, y se sentó en el sofá para interiorizarse de aquello que la atrajo hasta allí. El periodista televisivo entrevistaba a un hombre mayor en un hermoso espacio verde. Detrás de este se divisaba una pequeña casita navideña. El hombre comentaba que pertenecía a una organización de voluntarios que recolectaban juguetes usados, los arreglaban y los obsequiaban a los menos pudientes. Mientras hablaba, se mostraban los videos de las visitas que los miembros de la asociación civil realizaban a hospitales, hogares de niños y barrios carenciados para llevar esos regalos a los más pequeños. La muchacha vio las reacciones de los niños, asombrados ante juguetes que ella había visto toda la vida. Cómo ellos eran felices con poco. Y ella, tan infeliz con mucho.
Luego de este hecho, Magali decidió sorprender a sus padres en los días posteriores. Se tomó tiempo para guardar la colección infantil en cajas y procuró que ellos no lo notaran, por lo cual, en ese período, mantuvo cerrada la puerta del cuarto de la colección. Buscó el número telefónico de la asociación civil una vez que decidió donar sus pertenencias. Con el dinero que había ahorrado para más juguetes, contrató el servicio de un flete para que llevara todas las cajas a la organización. Así, cuando una noche sus padres volvieron a casa, se encontraron con la noticia de que la habitación de la colección quedó vacía, por lo cual, nuevamente, había lugar allí para los libros.
Al principio, ambos se enojaron con la chica. Le dijeron: “Durante años nos hiciste gastar mucho dinero en trivialidades que no conservaste, que regalaste. Por si fuera poco, la biblioteca se arruinó en vano”. Pero luego entendieron el gesto de su hija al ver un pesebre nuevo debajo del árbol de Navidad que habían armado hacía unos días. Era un obsequio de la asociación civil en agradecimiento por las donaciones. De este modo, no pudieron más que abrazarla y sentirse felices porque comprendieron que, en realidad, el dinero invertido en los juguetes no se desperdició: sirvió para ayudar a muchos niños. Ahora, Magali sí era feliz.
La joven les comentó lo que le dijo uno de los voluntarios al obsequiarle el pesebre. “Cuando se es pequeño, se ve el mundo desde abajo, por lo cual todo es más grande y distante. También es asombroso. Cada pequeña cosa asombra. Entonces, ni hablar de la Navidad. ‘Sobre todo por los regalos’, uno diría en un primer momento. Sin embargo, es más que eso: es la ocasión especial, la familia y vecinos reunidos, que hacen que cobren relevancia la comida hecha para ese momento, los adornos, la música, la ropa, los locutores de radio que se quedan trabajando para acompañar a otras personas que no trabajan en ese momento; y dan ese encanto especial al realizar el conteo regresivo. No se trata de magia: es el significado de la Navidad. De Aquél que, de entre todas las maneras posibles, eligió venir al mundo de forma vulnerable, humilde, para salvarnos”.