
Un día, me desperté y tuve que renunciar a entender a la gente. Mientras yo hablaba como era habitual en mí, llenando cada espacio de cinco minutos con una gran cantidad de palabras (inspirando, empleando muletillas, repitiendo todo), las personas comenzaron a vivir rápidamente. Esto las llevó a hablar igual de veloz, y en esa misma cantidad de tiempo propalaban el doble de palabras, tan presurosas, que sus voces parecían de ratones de películas animadas.
Por las calles y avenidas, la multitud pasaba como hormigas a la velocidad de la luz. Quería obtener una prueba y me dispuse a fotografiarla. Y a las fotos, ¿qué les pasó? Salían borrosas. Estampidas pisaban a quienes no podían seguir el ritmo. A mí no porque yo miraba todo desde la vereda. Allí también había otros observadores, pero con la diferencia de que, desde su lugar, podían igualar los movimientos de los corredores mientras los estudiaban. Incluso, había quienes a ratos eran corredores y a ratos, analizadores. Y había quienes, como yo, solo podían hacer una tarea: observar. Y encima la hacían mal porque no se querían involucrar en la novedad.
Era insoportable: todos se iban volando. ¿A dónde irían así? Yo no podía. Y tampoco puedo. Yo, lo único que puedo hacer, es quedarme y seguir sus rutas, tratar de comprenderlos y caminar detrás de ellos para llegar varios años más tarde.
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